Aparentemente era el último de su tribu y se negó a revelar su nombre. El antropólogo Alfred
Kroeber se hizo cargo de aquel indio perdido y sólo con un gran esfuerzo pudo comunicarse con él. Lo llamó Ishi, que en la
lengua de su tribu, los Yahi, quería decir “hombre”. Siguiendo la moda de los
zoos humanos, Kroeber incorporó a Ishi al Museo de Antropología de San
Francisco como su principal atracción, aunque también existió una entrañable
amistad entre el antropólogo y el indio. Vamos a relatar aquí algunos pormenores de la asombrosa historia de
Ishi, el último nativo libre de California, y del exterminio de sus tribus originarias
a causa de la quimera del oro.
1. La fiebre del oro
En 1842 se descubrió oro
en las montañas al norte de Los Ángeles, entonces territorio de México y que, hasta 1834, había sido dominio
colonial español. Mediante una rentable operación diplomática, los Estados Unidos arrebataron al país vecino el territorio
de California en virtud del Tratado de Guadalupe, que puso fin a la guerra
entre ambas naciones. Pocos días antes de su
firma, se produjo el sensacional hallazgo de gran cantidad de oro mientras
construían un molino en Sacramento. La
noticia corrió como un reguero de pólvora y no tardaron en llegar cazafortunas a la
región, que desde
entonces pasó a llamarse la “Tierra Dorada”. Inicialmente los buscadores de oro,
todavía no muy numerosos, venían desde lugares cercanos. La verdadera avalancha
se produjo en 1849, lo que hizo que aquel aluvión de inmigrantes, venidos de
todas partes del mundo, fuesen conocidos como los “Forty-Niners”.Y también como los “Argonautas”, porque la mayoría llegó por barco.
Hacia 1855 el número de mineros
ya se elevaba a 300.000. San Francisco, una aldea con menos de 1.000 habitantes
en 1848, el pistoletazo de salida de la locura del oro, pasó a tener una
población de 25.000 en 1.850. En ese momento California había alcanzado tanto
peso político y económico que pudo convertirse en un estado independiente de la
Unión. Su lema es “Eureka”, en homenaje a los
buscadores de oro que permitieron un desarrollo de la región sin precedentes,
lo que tuvo su reflejo en la esplendorosa arquitectura de San Francisco. Aquel terreno árido e inculto se transformó en una nueva Tierra
de Promisión, el sueño de fabulosas
riquezas. En un solo día podían ganarse miles de dólares, aunque muy pocos de aquellos buscadores consiguieron hacer fortunas
estables.
2. La “Solución Final”en América
Pero el verdadero lado
oscuro de aquel típico sueño americano fue el exterminio casi total de las
poblaciones nativas, consideradas un estorbo en el camino hacia el preciado
metal. El gobierno de los Estados Unidos no reconocía a los indígenas ningún derecho a ocupar sus territorios ancestrales. Por
ello, autorizaba a cualquiera a reclamar las tierras siempre que fuesen
explotadas, un medio para incentivar su rápida ocupación por los blancos en la expansión del país hacia el oeste. Al principio, los
indios soportaron pacientemente la intrusión de los buscadores, que escarbaban sin cesar en las arenas de los ríos situados
en sus lugares tradicionales de caza y pesca.
El jefe Tenaya, de los Ah-wah-nee-chee,
pidió al famoso minero y explorador James Savage que los
dejaran en paz: “No queremos nada de los
hombres blancos. Nuestras mujeres son capaces de hacer nuestro trabajo. Iros,
dejadnos permanecer en las montañas donde nacimos, donde las cenizas de
nuestros padres han sido entregadas a los vientos”. Pero su vehemente ruego
no fue escuchado. Cuando los indios respondieron con la fuerza a los abusos que
los reducían al hambre y a la miseria, los
colonos utilizaron ese pretexto para
masacrarlos. Los periódicos incitaban a la furia
exterminadora, que caía sobre un suelo fértil, el racismo rampante de los nuevos pobladores
de California. En abril de 1849 un periódico de San Francisco se hizo eco de la opinión de los mineros de que, para
trabajar en las minas de manera segura, era absolutamente necesario acabar con
los salvajes, exigiendo que el gobierno sufragara los gastos necesarios para
ello. Cualquiera que hablase de firmar la paz con los pieles rojas debía ser
considerado un traidor.
A raíz de esa campaña
publicitaria, las ciudades ofrecieron dinero por cada cabeza o cabellera de indios
que cortasen. Además, los costes de esas expediciones eran reembolsados por los
estados o por el gobierno federal. Entre 1851 y 1852 el flamante estado de
California pagó dos millones de dólares para que los colonos limpiasen su territorio
de indios. Las recompensas comenzaron siendo altas, 5 dólares por cabeza allá por 1855. Pero
cuando la degollina alcanzó su paroxismo, el premio se redujo a 25 centavos. La
prepotencia de los mineros llegó hasta el
punto de elaborar un código de actuación, repartido a las tribus indias, en el que les advertían de la obligación de entregar a los autores de cualquier
crimen. Si no lo hacían en un tiempo razonable, la
respuesta sería la destrucción del poblado al que pertenecía el infractor y de todos sus habitantes y, caso
de no ser identificado, el poblado más cercano al
lugar de su comisión. Se calcula que, al
amparo de tan arbitraria norma, entre 1855 y 1863 fueron arrasados unos 150 asentamientos
indios.
Los buscadores de oro también trajeron consigo
enfermedades (cólera, malaria, viruela, tuberculosis, fiebres tifoideas…)
contra las que los nativos carecían de defensas, incrementando aún más la gran
mortalidad que sufrían por el hambre y la violencia.
Por si ello no fuera suficiente, la fiebre del oro acabó igualmente con el sistema de vida tradicional de los indígenas. Por un
lado, perdieron sus terrenos de caza y pesca. Los ríos sufrieron una tremenda contaminación a causa de productos químicos como el
mercurio, utilizados para extraer el oro. La corriente del río Sacramento tenía
en aquella época un sucio color amarillo que acabó con todos los salmones. Los nativos
fueron confinados en reservas, donde malvivían borrachos y atemorizados, no atreviéndose a cazar o pescar sin permiso de
los amos blancos. Cualquier intento de robar comida o ganado a sus opresores
era cruelmente castigado.
Por otra parte, los propios
nativos se incorporaron también a la frenética búsqueda del metal áureo. A comienzos de 1849 había 4.000
mineros trabajando en la región, de los
cuales la mitad eran indios, si bien desconocían el valor de cambio del polvo dorado. Los codiciosos negociantes los
estafaban descaradamente vendiéndoles bienes de consumo a cambio de su peso en
oro. Cuando los indios consiguieron enterarse de su verdadero valor, los
astutos vendedores inventaron nuevos procedimientos para seguir engañándolos.
A consecuencia de todos
esos cambios tan radicales, la población india de
California, cifrada entre 310.000 y 705.000 habitantes antes de la llegada de
los blancos, se redujo a 150.000 en 1845. Ya eran solo 31.000 en 1870, según el censo estatal y, en 1910, habían desaparecido prácticamente. Y aquí comienza la historia de Ishi y
Kroeber, pero antes de relatarla tenemos que retroceder unas décadas, hasta las espantosas matanzas de la década de 1860.
3. Los últimos Yahi
Ishi quizá nació en 1.860 o 1861. Cuando era muy
pequeño, en 1865, el poblado de su padre sufrió un ataque en el que fueron masacrados 40 indios, entre ellos su propio progenitor.
La madre se tiró al río llevando con ella al
niño y consiguieron escapar de aquel lugar de muerte flotando entre cadáveres. Los Yahi no conocían los caballos ni las armas. Les asustaba el “palo de fuego que explotaba
con voz de hierro y nube de humo”. Aterrorizados por aquellos demonios blancos,
de cuyos caballos colgaban cabezas y cabelleras, solo un pequeño grupo logró sobrevivir en una recóndita región, ocultos en los cañones de los
ríos Mile Creek y Deer Creek. Ese aislamiento y las duras condiciones
de supervivencia del lugar hicieron que, poco a poco, los últimos Yahi se fueran
muriendo, hasta que solo quedaron cuatro. En 1908 el lugar fue descubierto por
los técnicos de una empresa encargada de construir una
presa hidroeléctrica. Después encontraron a la
anciana madre de Ishi, y los blancos se llevaron como recuerdo etnológico algunas
de las pertenencias de aquel grupo prácticamente extinto. En 1911 el único miembro de la banda que quedaba con vida era
Ishi.
“Palpitante, hambriento y
débil, fue a los pinos situados por encima de Tres
Lomas donde hacía un poco más de fresco. Allí vivió como pudo, hasta
que las lunas calientes decayeron.
Entonces atravesó el promontorio del Cañón de Banya,
tomando el viejo camino familiar, cañón abajo, de la
Cueva de los Antepasados, donde quemó tabaco y resina de pino, rezando mientras
el humo fragante llenaba la cueva.
Aquí no queda ninguna Presencia de Espíritus. Soy el último del
Pueblo; cuando yo haya desaparecido, será como si
nunca hubiéramos existido” (de Ishi.
El último de su tribu. T. Kroeber)
Desesperado y medio
muerto de hambre, huyó de aquel territorio inhóspito para
conseguir comida. Cuando se arriesgó a avanzar hacia el matadero a las afueras de Oroville,
lo atraparon los lugareños. El sheriff
lo encerró en una celda para protegerlo e
informó del hecho al Departamento de Asuntos Indios. Este organismo aceptó que
se hiciese cargo de él Alfred Kroeber, jefe del
Departamento de Antropología de la
Universidad de California en Berkeley, experto en las culturas nativas de la
región. Kroeber comisionó a su compañero, el también antropólogo Thomas T. Waterman, para traerlo
en tren hasta San Francisco. Apareció vestido con traje y sombrero… pero sin
zapatos. Tiempo después diría: “Ahora lo sé. No hay nada que esté mal en los pies de los saldu (rostros pálidos). Lo que
está mal es lo que vosotros llamáis zapatos. ¿Cómo sabes por dónde andas cuando tus pies no tocan la tierra?”
Ishi no llevaba el pelo largo
sino cortado, probablemente en señal de un duelo prolongado, pues sus parientes
hacía largo tiempo que habían muerto, dejándolo como único vestigio de su cultura ya fenecida. La prensa
se hizo eco de la aparición de aquel
salvaje, cuando todo el mundo creía que los
nativos originarios de California llevaban varias décadas extinguidos. Ahora aquel viejo guerrero solitario no representaba
ningún ningún peligro. Era
sólo una rareza digna de estudio. Su presencia
coincidió providencialmente con la
apertura del Museo de Antropología en San
Francisco, del que era director Kroeber.
4. Antropología de salvamento en el Museo
En aquellos tiempos, que
se han llamado la fase museística de la Antropología, se creía que la cultura
de los pueblos estaba impregnada en los objetos, de ahí el afán por recopilarlos y conservarlos
en los numerosos museos etnológicos que se fueron creando.
Aunque todos querían saber el nombre del indio, decirlo abiertamente era tabú para los Yahi, por
miedo a que los enemigos pudieran dañarlos con la magia, así que el guerrero se
negó a revelarlo. Kroeber lo llamó Ishi, “Hombre” en su lengua Yahi, y lo convirtió en la mayor atracción del Museo. El antropólogo explotó el deseo de rarezas y novedades del público: “En
Ishi estoy seguro que hemos encontrado
el más incivilizado e incontaminado hombre en el mundo”. Lo empleó como celador en el Museo, donde los
domingos por la tarde hacía exhibiciones
de talla de puntas de flecha, elaboración de raspadores, arpones, cestas y arcos…También
encendía fuego e imitaba los sonidos de los animales salvajes, sentado a la
puerta de una cabaña de ramas.
Los habitantes de la ciudad acudieron en masa a aquellas
sesiones dominicales, atraídos por los irresistibles
reclamos que lanzaba Kroeber en la prensa. En la edición de Los Angeles Times
de 10 de septiembre de 1911 invitaba al
público a contemplar a“el último hombre de América que
no conoce las Navidades”. La afluencia
durante los seis primeros meses de vida del Museo fue superior a 24.000
visitantes, todo un espaldarazo a la labor de difusión de Kroeber. Fernando Monge ha puesto de relieve cómo esta formula divulgativa
estaba relacionada con la moda de las exhibiciones etnológicas, que hicieron
furor en el último tercio del siglo XIX y el
primero del siglo pasado. En esas exposiciones etnológicas vivas se reforzaba la relación de desigualdad entre el colonizador y los
colonizados. Por su naturaleza ambivalente, en el caso de Ishi resulta difícil deslindar el espectáculo del estudio científico. Sin embargo, es cierto que Kroeber dio a Ishi
un trato muy humanitario. A pesar de que, como indio, legalmente carecía de ningún status ni
derecho, se responsabilizó de él, lo hizo su amigo y trabajó a su lado
intensamente en una frenética tarea de
salvamento etnográfico. De hecho, Ishi pudo reconocer
en el Museo algunas cestas que había confeccionado su prima, y el
descubrimiento de que las últimas posesiones de su pueblo estaban a salvo le
produjo una honda emoción.
“Dado que la universidad no espera que la casi prehistórica criatura
sobreviva durante mucho tiempo en la civilización, el
personal de la facultad ha realizado registros sonoros de su desconocido
lenguaje. Si este hombre no hubiera sido capturado y su lenguaje no hubiera
sido preservado por medio de grabaciones fonográficas,
este lenguaje se habría extinguido
con su muerte” (Los Angeles Times, en una noticia publicada poco después de la aparición de
Ishi).
La voz de Ishi fue
grabada en incontables cilindros de cera, que registraron listas de palabras,
relatos y canciones cuyo significado, no obstante, se les escapaba. Por ello,
al poco de llegar Ishi a San Francisco, Kroeber
pidió ayuda a Edward Sapir, el
mayor experto en lenguas nativas y que, como él, había sido discípulo de Franz Boas. Pero entonces Sapir se
encontraba en Canadá, realizando trabajo de campo, y no pudo acudir.
5. Empezar una nueva vida en San Francisco
Ishi siempre sintió una viva curiosidad por la
animada vida de San Francisco. Tenía un don natural para comprender los fenómenos culturales que sucedían a su alrededor. Probablemente
ello fue resultado de su constante necesidad de adaptación a condiciones extremas de supervivencia.
Waterman decía de él que tenía una caballerosidad innata. Todo le sorprendía: los trenes, los tranvías, los coches, el Golden Gate… Lo que más le llamaba la atención eran las enormes
multitudes que poblaban la ciudad. No es extraño pues, antes de llegar a San
Francisco, nunca había visto juntas a más de 40 personas. Tan pequeño era el grupo de
indios que consiguió escapar del exterminio.
La prensa recogía alborozada las reacciones del “salvaje” a las
maravillas tecnológicas del siglo XX. Kroeber lo
llevo al teatro, donde disfrutó con la
maravillosa voz de Caruso, y también con la bella
Lily Lena, la estrella del music hall en el Orpheum Theater de San Francisco,
al que Ishi calificó como “el paraiso de los blancos”.
Los periódicos, siempre
dispuestos a explotar el tirón popular del mito de la bella y la bestia, no dudaron
en publicar que Ishi estaba enamorado de la actriz. Y es que algo que preocupó
muchísimo al público del
momento era si Ishi tomaría una esposa blanca para continuar su estirpe.
Hasta recibió algunas propuestas de matrimonio, acompañadas con fotos de las candidatas. Pero Ishi ya tenía entonces más de 50 años y no andaba bien de
salud, por lo que el vínculo matrimonial no le debió de parecer una opción a considerar.
En definitiva, es fácil ver en la curiosa y amigable reacción del pueblo americano hacia Ishi el eco del mito del buen salvaje, que tan bien encarnó este indio digno y apacible. Durante los cinco años que vivió en contacto
con la civilización, nunca mostró el menor resentimiento contra los descendientes
de aquellos que habían destruido completamente a su
pueblo.
6. El retorno a lo salvaje
Al poco de llegar a San
Francisco, Ishi sufrió una bronconeumonía. Fue tratado por el doctor Saxton Pope, que se mostró muy interesado por las
habilidades al arco de Ishi. Entre ambos se estableció un fuerte lazo de
camaradería y salían a cazar juntos con frecuencia.
También tuvo una excelente relación personal con el antropólogo Waterman, en cuya
casa vivió en el verano de 1915, después de que el gobierno criticase a Kroeber por tener
a Ishi viviendo en el Museo. Kroeber le ofreció la
posibilidad de volver a su tierra, aunque él se negó ya que todos sus ancestros habían muerto. Dijo que en sus tierras no quedaba
ninguna “Presencia” y que deseaba acabar sus días en el Museo, entre sus objetos queridos. Ante la insistencia del antropólogo, Ishi
accedió a realizar una expedición al Valle del Deer Creek junto con Waterman y
Pope en 1914. Pero la salida fracasó porque Ishi descubrió que las provisiones para el viaje se habían guardado en el Museo, lugar de las cosas
muertas, por lo que para él estaban
contaminadas.
Subsanado el problema, por fin pudo partir la expedición, que se encargó de cartografiar el territorio y
de tomar muchas fotografías a Ishi haciendo
alarde de sus habilidades en su medio natural. Allí él era el
profesor y los científicos, sus alumnos. Disponía de
un apabullante número de nombres para todo tipo de plantas medicinales, rocas y
lugares. Al comienzo de la estancia, Ishi se mostró preocupado porque sentía que sus
ancestros lo llamaban. Una noche se perdió en el bosque pero después apareció más tranquilo,
diciendo que ya estaba seguro de que habían encontrado su camino hacia el otro mundo. “Ishi se irguió y cantó
las antiguas canciones rituales y recitó la Plegaria
del Final…Luego se sentaron en la orilla mientras Ishi encendía una pipa de tabaco sagrado y expulsaba el humo
al Mundo Celeste, al Mundo Subterráneo, y al
Norte y al Oeste y al Este y al Sur: en todas las direcciones de la Tierra. Ishi
dio al Majapa y a Maliwal tabaco en polvo para que lo echaran desde sus palmas
planas y abiertas mientras él recitaba la plegaria de la Purificación”. (Ishi. El último de su tribu. T.Kroeber)
Finalmente, tras una
impenetrable muralla de robles, encontraron el lugar escondido donde el grupo
de Ishi había sobrevivido en condiciones durísimas.
“Ishi hizo un dibujo en otro trozo de
papel amarillo, con las líneas de
los límites, semicírculos para las aldeas
y puntos en los senderos. El Majapa escribió los
nombres tal y como él los decía. Era un mapa-dibujo del Mundo de los Yahi. Cuando
estuvo acabado, Ishi preguntó: « ¿Podrías tú contar la historia de los Ancianos? ¿Podrías tú hacer un
libro?»
« Sí. Podría
comenzar por tu dibujo-mapa. Tendría las
palabras Yahi que tú me has
dicho y tantas palabras como tú quieras
decir.» Señaló la fila de cuadernos de apuntes de
su mesa. « Muchas lunas después de que
tú y yo hayamos viajado por el Sendero
de los Muertos, quienes vivan en mundos lejanos podrán leer y saber cómo
hablaba el Pueblo y quiénes eran
sus Dioses y sus Héroes, y
cuál era su Camino… si tú quieres.»
« Quiero. Aiku tsub. Yo hablaré la Lengua; tú escribirás mucho Yahi. Los Ancianos vivirán en el libro.» (De Ishi. El último de su tribu.
T.Kroeber)
7. Los últimos días
De vuelta a la civilización, por fin pudo ocuparse de él Edward Sapir, a quien Ishi relato la historia de
la Creación según su mitología. A pesar de su extraordinaria
capacidad para captar los distintos
matices de los sonidos, Sapir reconoció que aquel fue
el trabajo más difícil y cansado de toda su vida profesional. Pero, a pesar de su inmenso
valor, aquel trabajo quedó incompleto. El
esfuerzo lingüístico agotó sobre todo a Ishi,
que había sido diagnosticado de
tuberculosis avanzada en 1914. Dos años después lo ingresaron en el hospital universitario sin posibilidad de curación. Informaron del hecho a Kroeber, que entonces se
encontraba fuera de San Francisco. El antropólogo se apresuró a mandar una carta para impedir
los manejos científicos que sabía que tenía deparados Ishi sin su intervención. Prohibió que le practicasen autopsia bajo ninguna
circunstancia, pues había que
preservar el cuerpo para la ceremonia Yahi de liberación del espíritu. Según las instrucciones que Ishi había dado a Pope, para su viaje hacia el Oeste debían quemarlo y enterrarlo con su mejor arco, cinco de
sus mejores flechas, una caja llena de conchas, su pipa de piedra, un monedero
con tabaco, un cestito con harina de bellota suficiente para cinco días y sus recuerdos familiares. Kroeber también se negó a que guardaran
su esqueleto. En un arranque de sinceridad, Kroeber denunciaba en la carta que
los museos estaban llenos de esqueletos de nativos que nadie estudiaba y que, en
su opinión, las ciencias podían irse al
infierno (“go to hell”).
Lamentablemente,
Ishi falleció el 24 de marzo de 1916, antes
de que se recibiera la misiva. Le hicieron una máscara funeraria y, como
Kroeber se maliciaba, le practicaron la temida autopsia. Quemaron su cuerpo, a
excepción de cerebro, que se conservó en
formol en el museo y después fue enviado
al Smithsonian, y le dieron un a ceremonia de enterramiento cristiana. Sus
cenizas reposaron largos años en una pequeña urna negra en el cementerio local,
cuya lápida rezaba “Ishi, the Last Yana Indian 1916”.
Waterman quedo muy
afectado y con complejo de culpa, pues pensaba que le había matado el enorme esfuerzo de trabajar con Sapir.
También Kroeber se cuestionó su vida profesional y hasta
se sometió a psicoanálisis. Ya no escribió ninguna publicación más sobre Ishi, y es muy significativo que su segunda esposa, la antropóloga Theodora Kroeber, no comenzase a publicar las
diversas obras sobre Ishi que la hicieron famosa hasta 1961, un año después de la muerte de Kroeber.
Las pertenencias de Ishi están expuestas en el Museo de Antropología, actualmente en Berkeley, en una sala dedicada a
su memoria.
No podemos terminar este relato sin revelar
que, en los últimos años, se han producido algunas sorprendentes novedades
sobre el caso de Ishi. El arqueólogo Stevens Shackley
declaró que Ishi no pudo ser un individuo Yahi puro. Su conclusión se basa en el análisis de las puntas de flecha que
Ishi fabricó, que responden al modelo de los
Madiviva o de los Nomlaki, pueblos
vecinos y enemigos de los Yahi.
De acuerdo con Sackley, Ishi quien aprendió a tallar las puntas con miembros de esas tribus, aunque hablara la lengua Yahi.
La matanza de sus congéneres seguramente hizo que los
escasos sobrevivientes tuvieran que buscar refugio con los de otros pueblos de
la región.
Tampoco fue Ishi el último Yahi, puesto que tiempo después de su muerte aparecieron otros Yahi, que se
habían mezclado con otras tribus.
En 2010 sus restos y
cenizas volvieron a sus territorios históricos. Fueron enterrados en plena naturaleza durante una ceremonia nativa privada.
Ishi supo ser un espíritu noble y fuerte, a caballo entre dos mundos y
así lo retrató en múltiples libros Theodora Kroeber. Sobre Alfred y Theodora Kroeber, y
su bibliografía sobre Ishi, tenéis información en el siguiente enlace: http://anthropotopia.blogspot.com.es/2014/06/alfred-y-theodora-
kroeber.html
Fuentes consultadas:
- Ishi. El último de
su tribu. Crónica antropológica de un indio americano, Theodora Kroeber, ed. Antoni Bosch, 2006.
-Ishi y el museo, Fernando Monge, en Etnohistoria, UNED, 2009.
-Ishi apparently wasn´t the last Yahi…Gretchen Kell
- Gold, Greed and Genocide. Project
Underground.
- Documentales en inglés
sobre Ishi:
.http://www.snagfilms.com/films/title/ishi_the_last_yahi
Narrado con la maravillosa voz de la actriz Linda Hunt;
-La
imaginación autobiográfica. Carles Feixa Pàmpols.
-Ishi y El Hombre del agujero: los
últimos de su tribu. Blog Una antropóloga en la luna
-entrada Wikipedia: Historia
de California
ORIGEN DE LAS PUNTAS DE FLECHA
En los yacimientos prehistóricos de mayor antigüedad se han encontrado numerosas puntas de flecha de pedernal
hábilmente talladas. Ya en estos primeros ejemplares aparece la punta
de flecha con forma triangular, que se ha conservado desde entonces. El
uso del arco parece remontarse en Europa a una época muy lejana, a la
del Edad del Reno. En alguna estación lacustre se han encontrado restos de arcos de madera pertenecientes a la época neolítica.
Los tipos de flechas prehistóricas son muy numerosos: unos tienen la forma de almendra, otros la forma de hoja de laurel o de olivo, otras son triangulares o romboidales. En su base suelen presentar un semicírculo o bien dos puntas. Algunas de estas puntas de pedernal o cristal de roca se conservan en el Museo Arqueológico Nacional de España.
Los egipcios, que, como es sabido, eran excelentes arqueros, usaban flechas con el asta de madera y la punta de bronce, generalmente de forma triangular. Para la caza, se servían de flechas con puntas de madera o de pequeños dardos
con triple punta de pedernal sujeta al asta por medio de un mástil
negro. Las flechas egipcias tenían, por el lado opuesto, tres plumas
para estabilizar el movimiento del arma durante el vuelo. En los
monumentos que se conservan se presenta a los guerreros provistos de carcajes ricamente decorados. Los carros de guerra llevan siempre al costado un carcaj.
Según se puede apreciar en los bajorrelieves asirios,
las flechas orientales eran del mismo tipo que las egipcias. La punta
en forma de hoja de laurel debía ser de bronce, el asta es bastante
larga y lleva sujetas al extremo unas plumas. Los arqueros llevan
revestido el antebrazo de una especie de manguito, que debía ser de cuero, para evitar el roce de la cuerda. También nos informa Heródoto que los antiguos orientales, en especial los partos,
eran muy hábiles en el manejo de la flecha. También parece que era un
arma terrible en manos de los etíopes, que no llevaban carcaj, sino que
colocaban las flechas sobre una especie de casquete con que se cubrían
la cabeza. Los escitas y los númidas tenían la habilidad de lanzar sus flechas indistintamente con la mano derecha o la izquierda.
Los griegos no fueron tan buenos tiradores de flechas como los orientales. Sin embargo, debieron copiar de éstos el arma. La flecha griega medía unos 60 cm, el asta era de madera muy ligera y la punta metálica, simple o barbada, generalmente trilobulada. El apéndice de las plumas era idéntico al de los orientales. El carcaj griego contenía de 12 a 20 flechas y lo llevaban al costado izquierdo, guardando también en él algunas veces el arco. Los tiradores griegos acostumbraban a hincar en tierra una rodilla, tal y como lo atestiguan los monumentos que conocemos, y entre ellos el frontón del templo de Egina. Los cretenses tenían fama de diestros en el manejo del arco desde los tiempos de Homero, y en una época bastante avanzada de la Historia constituyeron un cuerpo especial del ejército griego.
Los germanos no parece que utilizaran la flecha más que para la caza. Sin embargo, los celtas y galos la emplearon como un arma de guerra. Los hunos usaban unas flechas de cuero indistintamente para la caza o para la guerra.
En cuanto a la Edad Media, los monumentos que conocemos sirven de testimonio del uso de la flecha como arma de primera importancia entre la infantería de los primeros tiempos. Sabemos que por el siglo XII
el arquero llevaba dos carcajes de cuero: uno para las flechas y otro
para el arco. Los hierros de las flechas eran semejantes a los de las
saetas de las ballestas;
es decir, que tenían dos, tres y hasta cuatro puntas y rara vez
barbadas como en la antigüedad. En cuanto a la longitud del asta,
guardaba relación con la mayor o menor rigidez del arco, así como la
estatura del arquero.
Los afamados arqueros ingleses, que se decía tiraban 12 flechas en un
minuto hasta 220 m de distancia, llevaban un arco de su misma estatura y
flechas de 90 cm de longitud.
Hasta el siglo XIV parece que los hierros de las flechas usados en Francia ofrecían en su base una parte hueca para sujetarlos al asta, y desde esa época el hierro se hizo más estrecho y ofrecía cuatro puntas caídas. La aparición de las armas de fuego desterró por completo en Europa el empleo de la flecha.
En América, Asia, África y Oceanía, la flecha se usó desde tiempos muy antiguos y todavía se utiliza por algunas tribus. Las flechas envenenadas con jugo de plantas o venenos de animal han servido de arma de guerra en América, India y a lo largo de las costas desde Arabia hasta China.
Una punta de flecha es una punta, por lo general afilada, sumada a una flecha para que su uso sea más mortífero o para cumplir algún propósito especial. Históricamente, las puntas de flecha eran de piedra y de materiales orgánicos; conforme la civilización humana avanzaba otros materiales fueron utilizados. Las puntas de flecha son importantes piezas arqueológicas y una subclase de punta lítica.
En la edad de piedra, la gente usaba huesos afilados, piedras talladas, escamas (lascas) y trozos de roca como armas y herramientas. Tales artículos se mantuvieron en uso a lo largo de la civilización humana, junto con los nuevos materiales utilizados con el paso del tiempo.
Como artefactos arqueológicos tales objetos son clasificados como puntas líticas, sin especificar si eran para ser proyectadas por un arco o por otros medios de lanzamiento.
Tales artefactos se pueden encontrar en todo el mundo. Las que han
sobrevivido están hechas, generalmente, de piedra, sobre todo de sílex, obsidiana o chaillé, pero en muchas excavaciones se encuentran puntas de flecha de hueso, madera y metal.
En agosto de 2010, un informe sobre las puntas líticas de piedra, que datan de hace 64 000 años, excavadas de las capas de sedimentos antiguos en Sibudu Cave, Sudáfrica, por un equipo de científicos de la Universidad de Witwatersrand, fue publicado. Los exámenes dirigidos por un equipo de la Universidad de Johannesburgo encontraron rastros de residuos de sangre y hueso, y adhesivo hecho de una resina a base de plantas usado para sujetar la punta a una varilla de madera. Esto indicó "el comportamiento exigente cognitivo" necesario para fabricar pegamento.
"La caza con arco y flecha requiere múltiples etapas complejas de planificación, recolección de material, herramienta de preparación e implica una serie de innovadoras habilidades sociales y comunicativas".
Diseño
La punta de flecha se une al eje (astil) de la flecha para ser disparada con un arco; el mismo tipo de puntas líticas pueden estar unidos a las lanzas y ser arrojadas por medio de un átlatl (lanzadardos).
La punta de flecha o punta lítica es la parte funcional primaria de la flecha, y juega el papel más importante en la determinación de su propósito. Algunas flechas simplemente utilizan una punta afilada del mismo astil, pero es mucho más común separar las puntas de flecha hechas, por lo general, de metal, cuerno, o algún otro material duro.
Las puntas de flecha pueden estar unidas al astil con una tapa, una espiga a zócalos, o insertarse en una ranura del astil y mantenerse fija mediante un proceso llamado enmangamiento.
ARTESANIAS LITICAS DE SUDCALIFORNIA
ARTESANO CASIMIRO GARDEA OROZCO
La cultura de los
pueblos que habitaron la península siempre ha causado un gran interés
para los antropólogos y arqueólogos, también ha despertado el interés de
la sociedad que busca conocer y comprender el cómo vivían y concebían
su espacio geográfico.
Gracias a los escritos de los misioneros
Jesuitas y Dominicos principalmente, nos ha llegado información acerca
de su modo de vestir, alimentación y algunas de sus costumbres, aunque
hay que señalar siempre con el sesgo característico de una cultura
totalmente diferente. Fue en los últimos dos siglos (1800-2000)
principalmente, cuando los investigaciones y reflexiones acerca de las
culturas indígenas que habitaron la península dieron como resultado un
mayor interés de la población por conocer y comprender de una manera más
objetiva, estas culturas que lograron con el paso de los siglos
adaptarse a un medio hostil.
Esta fascinación despertada ante el
hallazgo de algunas puntas de flecha en 1977 en sus paseos por las
cercanías de la ciudad de La Paz, especialmente durante sus caminatas
por la playa El Conchalito, hace ya más de 35 años motivo en Casimiro
Gardea Orozco, nacido en la Cd. de Chihuahua, Chih. Y avecindado en esta
ciudad desde 1975, siendo sobreviviente del Ciclón Liza en 1976, por
esta causa estando el internado en La ciudad de Los Niños y Niñas de La
Paz y siendo aprendiz de Diseñador Gráfico en la imprenta, adquirió la
costumbre de salir desde temprano los domingos a caminar por la playa . .
. durante estos paseos fue que encontró sus dos primeras puntas de
flecha completas de un tamaño aproximado a 4 pulgadas de largo en
perfecto estado, siendo que él no conocía este tipo de herramientas,
únicamente en el museo y en los libros, dichas puntas se las mostro a
una de las personas encargadas del internado que en unos de sus viajes a
Italia las llevo quedando estas en las manos de una persona que
trabajaba en uno de los museos de aquel país, de las cuales no volvió a
saber de ellas, a cambio esta persona a su regreso le obsequio un
cuchillo tallado de marfil que trajo de áfrica, a partir de ese entonces
nació en el la costumbre de cada vez que salía a caminar… buscar y
coleccionar piezas líticas, encontrando casi en su totalidad piezas
fraccionadas o quebradas y esporádicamente piezas completas, su
perseverancia le llevo a juntar más de 40 piezas completas en perfecto
estado las cuales dono en el 2012 al Museo de Antropología e Historia de
Baja California Sur para su exposición junto con un molar de camello
prehistórico que encontró frente al antiguo hotel Gran Baja.
Su labor creativa no concluyo con la
entrega de esta colección, sino que al darse cuenta de que la mayoría de
las puntas de lanza y flecha que se encontraba estaban partidas o
quebradas tal vez por el uso que se les dio al ser arrojadas contra sus
presas o a la hora de estar haciendo su percutido se le quebró al autor
original de las mismas y en base a artículos publicados en libros por
investigadores decidió realizar con la técnica de percutido algunas
puntas de flecha que después de muchos intentos logro sus primeras
replicas (por mencionarlas así pero en su caso son originales, por lo
regular ninguna pieza es igual a la otra) durante varios años estuvo
guardando estas piezas, no quedando satisfecho con esto empezó a
fabricar también hachas, después le nació la inquietud de hacerlas de
una manera más completa y comenzó a confeccionar arcos con sus flechas
haciendo los amarres con cordel de pesca, pero esto tampoco le
satisfacía y comenzó a investigar el tipo de amarres que los indios
californios usaban, leyendo el algún libro que ellos hacían lasillos
machando las raíz del cardón, choya, ocotillos y magueyes silvestres,
tratando de simular esta técnica intento buscar la manera de hacer algo
similar a los hallazgos en las excavaciones, incluso uso hoja de palma
pero no le parecía bien, hasta que en una charla en internet con un
coleccionista argentino este le dijo que en algunas culturas utilizaban
la fibra de la hoja del plátano para vendar las heridas y en algunos
caso los hilos de las hojas para hacer suturas craneales, que lo
intentara de esta manera, así lo hizo logrando lasillos muy parecidos a
los utilizados por los antiguos californios, confirmándolo después
cuando se le permitió la entrada al laboratorio del Museo de
Antropología e Historia de Baja California Sur para observar los
lasillos que ahí conservaban de un faldellín pericué hecho con
nudillos de carrizo de más de 700 años de antigüedad en cual se le
solicito les elaborara con esta técnica para colocar en un maniquí de
una mujer pericué junto con un pectoral de concha de madreperla para su compañero.
Ya logrado este paso comenzó confeccionar
arcos completos con su flechas haciendo sus amarres con esta fibra de
plátano poniendo mango a las hachas haciendo los amarres con esta fibra,
logrando de esta manera piezas que envidiaría cualquier coleccionista
de armas antiguas y así consiguió hacer su primera pequeña exposición
durante el mes de mayo al mes de agosto de 2013 en Centro de Artes
Tradiciones y Culturas Populares de Baja California sur.
Casimiro Gardea Orozco presento esta serie
de objetos con la finalidad de que las personas obtengan una imagen de
cómo eran utilizados y la importancia que tenían para las culturas de
los indígenas californios dedicados principalmente a la caza y
recolección de frutos y semillas. Además esta piezas son concebidas por
el autor como una artesanía diferente tal vez, pero no menos
importante al ser hechos con enorme destreza y habilidad..
Reconocemos la constante labor de este
artesano que nos ofrece una interesante visión de la cultura de los
antiguos californios, esperando que hayan disfrutado de esta muestra del
talento y creativad de este Sudcaliforniano por adopción.
EXPOSICION ARTE LITICO
DE SUDCALIFORNIA
CENTRO DE ARTES POPULARES
DE BAJA CALIFORNIA SUR
LA PAZ, BAJA CALIFORNIA SUR
HACHAS, ARPONES, PUNTAS DE FLECHA,
CUCHILLOS, ACCESORIOS, ETC.
REPLICA DE FALDILLIN PERICUE
HACHAS, ARPONES, PUNTAS DE FLECHA,
CUCHILLOS, ACCESORIOS, ETC.
HACHAS, ARPONES, PUNTAS DE FLECHA,
CUCHILLOS, ACCESORIOS, ETC.
CUCHILLOS, ACCESORIOS, ETC.
CASIMIRO GARDEA OROZCO
EN LAS OFICINAS DE CANAL 8
PARA UNA ENTREVISTA
EN EL PROGRAMA CON SENTIDO
Hoy sus piezas están a la venta en:
La Casa del Artesano Sudcaliforniano
Parque Cuauhtémoc Bravo y Mutualismo Frente al Malecón
GRACIAS POR SU VISITA
CASIMIRO GARDEA OROZCO
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